9 ene 2023

Relato breve - A partir de "Metamorfosis" de Kafka

Me desperté y comprobé que era nuevamente de día.

No me precipité a moverme, todo mi cuerpo estaba inmóvil y cubierto de una manta blanca que tan solo me permitía protegerme de lo que fuera que me asustase, también se dice que un sueño dura menos de lo que nos imaginamos, ¿pero por qué el de esta noche se sintió extremadamente largo? ¿Por qué soñé con aquel niño al que se le acabó la felicidad? Aquella noche mi mente lo desdibujó muy limpiamente, corriendo por un campo lleno de ventura e inocencia o saltando en los charcos del colegio, con unas zapatillas de tela y que al volver a casa, caladas de agua hasta arriba, su madre las ponía a secar en el radiador del recibidor. Me di cuenta que había vuelto a evadirme, con que me digné a abrir los ojos nuevamente, volviendo a la realidad, haciendo que se acostumbraran a la luz tenue de aquella habitación, que se iba llenando cada vez más por los rayos de sol amaneciendo por el este. Y yo seguía sin moverme, sólo cuando mi respiración se volvió más profunda me di cuenta de que podía alentar con normalidad, que el aire podía entrar hasta mis pulmones y llenarlos de oxígeno.


No sé qué hora sería, pero el silencio de aquella mañana era extraño, ni despertadores, ni almas murmurando o siquiera la cisterna de un baño. Todo estaba demasiado tranquilo y mi mente estaba tan en blanco como la piel de Blancanieves. Me acuerdo que mi madre me contaba aquella historia una y otra vez antes de irme a dormir, ahora me fascinaba la idea de que tan solo un infantil y mítico cuento para niños te plantee si un beso de amor verdadero te llevase a la vida de nuevo, mas la cruda realidad que este mundo te ofrece es inevitablemente distinta.


Sin ningún tipo de esfuerzo me levanté y contemplé por última vez esas pésimas vistas desde mi ventana. No observaba más que una pared grisácea, sucia, como si cientos de perros hubiesen orinado en ella, además de los pocos yerbajos que sobresalían por sus bordes y por suerte, asomaba la cabeza una pequeña margarita blanca.


Toda esa tranquilidad se transformó en una inquietud cuando me di la vuelta al oír unos pasos con propósito de llamar mi atención y que se aproximaban a prisa hacia la puerta. Sus pisadas eran firmes y no transmitían ninguna confianza, sabía lo que significaba y mi vida dependería de ello, sin embargo me deslumbró lo que de verdad ocurría, al contemplar las manos del sujeto: vacías, sin lo que yo anhelaba. Y por unos instantes, dejé de existir, desaparecí, no pensaba, no le respondía... Un fuerte vacío se apoderó de mí, se estampó contra mi corazón con una gran fuerza, únicamente sabía un detalle: lo había perdido todo. A pesar de ello, no lloré, tampoco protesté, solo me volví a sentar en la cama cuando la puerta se abrió; no tenía fuerzas para mover la cabeza o apartar la vista de una baldosa en la que me había quedado mirando fijamente, pensando en nada, hasta que noté un frío objeto de metal en mi espalda, clavandose dolorosamente, haciendo que mis ojos apretaran los párpados con tanta fuerza que tan solo una mísera lágrima cayera por mi mejilla, dejando un sentimiento indescriptible en mi interior, en el que se mezclaba tristeza, soledad y sin rastro de esperanza. Más tarde, caería dormido de nuevo sobre esa cama desconocida.


Ni yo sé cuantas horas pasaron hasta que me volví a despertar, pero en este caso no veía más que el foco rectangular de una lámpara que parpadeaba sin cesar, esa acción de la luz me trajo un déjà vu precioso; aquel niño jugando entre mantas y linternas en un salón, creando formas de animales con las manos y que cobraban vida en su sombra, hasta que me volví a conectar al mundo, en el que desearía no haber indagado tanto. Miré a mi alrededor y solo me veía rodeado de cuatro paredes blancas recién pintadas, haciendo que ese olor a pintura impregnara toda la sala que por una vez, no me desagradó. No había nada en ese cuarto, tan solo una ventana, por la que no se veía nada; una puerta, posiblemente de hierro y esta silla, a la que estaba atado con una especie de cinturones amarillos. Por más que intentaba hacer fuerza no conseguía ningún resultado, no podía estirarme, ¿a dónde había ido a parar mi libertad? Cada vez empecé a tirar más y más hasta que un ruido de sopetón me hizo parar de inmediato. Entraron un par de hombres, bastante altos e indicando con las expresiones frías en sus rostros que no se dignarían a desatarme. El más delgado se colocó a mi derecha, comenzó a hablar, a recitar como unas citas, de las cuales no entendía nada, yo nunca había creído en Dios, ¿por qué estaba él aquí? ¿Me rezaba a mí o a aquel niño? Al acabar con sus alegatos religiosos, el otro hombre, a mi izquierda y algo más serio, lanzó una pregunta al aire: ¿Tienes unas últimas palabras? Mi mente únicamente se redujo a pensar en aquel niño feliz que aunque hubiese vivido tan solo dieciocho años deseaba mirarse al espejo por última vez y decirse: ¿por qué confiaste en él? Ahora no tienes salida, te irás de esta tierra y te recordarán como el culpable.


Al cabo de unos segundos, la luz se apagó y se encendió en un instante. Todo había terminado, fue horrible verle ir tras esa ventana que aunque fuese oscura mostraba demasiado dolor. Y yo ahí quieto, sabiendo que tenía en mis manos lo que le hubiese salvado, tan solo un trozo de papel en una carpeta roja, sin embargo, ya no me importaba, porque al fin y al cabo quién diría que estaría contando la historia de mi víctima.


Paula Segovia Lunar - 1ºEB